Sunday, March 24, 2013

El pobre de Asís y el sultán

El pobre de Asís y el sultán
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28/08/09
Etiquetas: cristianismo, cruzadas, Islam, san francisco de asis, sultan malik al kamil

San Francisco de Asís y Malik al-Kamil según un grabado del ilustrador francés Gustav Doré

Una historia poco conocida fuera del mundo académico es el encuentro del santo italiano Francisco de Asís (1182-1226) con el sultán ayyubí Nasiruddín Malik al-Kamil (1180-1238), sobrino del famoso Saladino.

Opuesto a la idea de las Cruzadas, Francisco escribió el Capítulo XVI de la llamada Regla no Bulada que aparece con el título de “Los que van entre sarracenos y otros infieles”.

En él ubica claramente la nueva perspectiva de los hermanos franciscanos: no van a matar, en todo caso van a morir como testigos del otro rostro del crucificado que no mata para defender su honor sino que muere por amor.

En el capítulo 16 de la Regla no Bulada nos encontramos, por vez primera en las prescripciones de las Ordenes católicas, una invitación a la tolerancia con los creyentes de otras religiones. Textualmente dice San Francisco:

«Cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos y otros infieles vaya con la licencia de su ministro y siervo. Y el ministro déles licencia y no se la niegue, si los ve idóneos para ser enviados... Y los hermanos que van, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios Omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos» (RnB 16,3-7).

Palabras que situadas en la atmósfera de cruzadas y enfrentamiento religioso de la Edad Media y en el estado de cristiandad al que pertenecía Francisco no dejan de tener un tinte profético y de adelantamiento en muchos siglos al tiempo que a Francisco le tocó vivir.

Una crónica nos relata que en su primera ida a Roma fue muy mal tratado por Inocencio III y no es de extrañar: las propuestas evangélicas de su movimiento contradecían frontalmente no solo la política papal sino el sentir prácticamente unánime de los fieles:

El Papa, después de haber observado atenta y despectivamente aquel personaje de hábito extraño, de rostro aciago, barba larga, cabellos incultos, cejas negras y caídas, y del otro la petición que le presentaba, tan ímproba e imposible según el sentido común eclesiástico, lo despreció y le dijo:

«Vete, hermano, búscate unos puercos, que te asemejas más a ellos que a los hombres. Revuélcate con ellos en el barro y, consagrado como su predicador, preséntales a ellos la Regla (no bulada) que has preparado».

Francisco no se turbó, e inmediatamente salió con la cabeza inclinada. Tuvo bastante dificultad en encontrar a unos puercos; pero cuando por fin se topó con una piara, se revolcó con ellos en el barro hasta quedar totalmente enlodado de pies a cabeza. Reducido a este estado volvió a la sede pontificia y dirigiéndose al Papa dijo:

«Señor, he hecho tal como lo ordenaste; ahora, te ruego, escucha mi solicitud» …

Francisco pudo llegar al delta del Nilo en Egipto en julio/agosto de 1219, más precisamente hasta los cruzados que cercaban la ciudad de Damietta, ciudad de una especial importancia estratégica y espiritual. Los musulmanes creían que en esta ciudad santa tendría lugar algún día el juicio final. Ambos bandos pensaban que aquí se decidiría la guerra.

El aspecto que los cruzados ofrecieron al nuevo huésped de Asís no fue nada edificante: Tensión y diferencias entre los soldados de los diversos países y ciudades, borracheras, avaricia, crueldad y desenfreno sexual. Un día, a ocho prisioneros musulmanes les cortaron las orejas, narices, labios y brazos y les sacaron los ojos.

En junio el sultán Nasiruddín al-Malik al-Kamil —según diversas fuentes hombre sabio, justo y magnánimo— había ofrecido la paz a los invasores europeos, haciendo la proposición ventajosa de cederles Jerusalén a cambio de que se retirasen de Egipto.

Fue el delegado papal, el cardenal español Pelagio Galván quien se opuso a tan atractivo ofrecimiento diciendo :

«El Concilio ha querido la cruzada, es una clara expresión de la voluntad de Dios; hay que llevarla, por tanto, hasta la victoria total».

Con ello se significaba que no sólo se pretendía la conquista de los Santos Lugares, sino el aniquilamiento de los musulmanes y la extensión del dominio cristiano.

En tal ambiente Francisco no podía sentirse cómodo. Trató de convencer a los soldados para que no lucharan. Le fue bien con los italianos, que entendían su lengua. Otros le tomaron por loco, utópico, pacifista peligroso que dañaba los intereses de la cristiandad.

Varias veces trató de convencer al cardenal de la necesidad de la paz; pero sin éxito. Se ofreció para ir hasta el sultán; pero no se le permitió. Luego, el 29 de agosto, sucedió lo tan temido: un ataque por sorpresa del ejército musulmán causó la muerte de seis mil cruzados. Entonces el cardenal Pelagio se decidió finalmente permitir a Francisco visitar al Sultán, pero por su cuenta y riesgo, no como mensajero oficial de paz.

Junto con su hermano, fray Iluminado, atraviesa Francisco la tierra de nadie… Pronto los dos viajeros son apresados por los guerreros musulmanes. Francisco les aclara:

«Yo soy un cristiano. Llevadme a vuestro señor». Como queriendo decir: “No soy un cruzado, sino un auténtico cristiano; por tanto, ¡no un enemigo, sino un hermano!”.
El encuentro con el sultán está relatado por san Buenaventura (1221-1274), biógrafo de Francisco: «“El sultán le pregunta, ¿Por qué los cristianos predican el amor y hacen la guerra?”.

A Francisco se le saltan las lágrimas (Tampoco él entiende las cruzadas de las armas) y responde: “Porque el amor no es amado”».

En primer lugar, el sultán al-Malik al-Kamil, que hasta entonces sólo conocía de lejos a los cruzados como enemigos, encontró en Francisco a un auténtico cristiano, a un hombre de Dios, a un hermano. Se dio cuenta de pronto que ser cristiano no significaba necesariamente ser cruzado.

Dos hombres de distintas facciones se sintieron amigos. Francisco no se dejó aprisionar ni cegar por una mentalidad de partido, sino que, sin prejuicios, sin medios de poder, sin pretensión de fuerza, sino simplemente de hombre a hombre, llega hasta el Sultán, convencido de que también él, como cualquier hombre, en el fondo buscaba honradamente el camino de la salvación.

Y no discutió ni polemizó con él, sino que presentó simplemente ante él su testimonio cristiano.

En segundo lugar, Francisco se encontró en el campamento de sus hermanos musulmanes con una costumbre religiosa que le impresionó grandemente y que él con gusto habría trasladado al occidente cristiano. Se trata de la llamada a la oración que el muecín proclama de madrugada, al mediodía, por la tarde, en el crepúsculo y a la noche desde el minarete, y que el pueblo entero respeta haciendo su oración con numerosas inclinaciones (salât).

Francisco trató de introducir de modo semejante una especie de llamado a la oración en occidente. Así lo quieren ver los autores cuando él escribe en su carta a los custodios de su orden: “Debéis proclamar y predicar su alabanza a todas las gentes de modo que a cada hora y cuando suenan las campanas, todo el pueblo en toda la tierra tribute siempre alabanzas y acción de gracias al Dios omnipotente.”

Francisco volvió a Asís con un profundo respeto hacia los “sarracenos” a los que ha conocido como creyentes. Por eso luego dirá: “La misión es escucha y comunicación; es vivir con los otros; es abrir los ojos a la realidad de los “otros”; es creer que el reino de Dios está ya en medio de nosotros, en profundidad, en toda persona, aunque esta no sea cristiana; es estar abiertos y disponibles para la justicia y para la paz; es dar y recibir al mismo tiempo”.

http://www.islamyal-andalus.org/control/noticia.php?id=1796

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